La mar le dicen aquellos que se levantan todos los días respirando el aire salado y escuchando el susurrante ritmo que golpea calles adentro del pueblo. Le dicen la mar porque sabe a sal en los labios, porque es capaz de tragarse todos los horizontes, porque alguna vez la han visto embravecerse, levantar olas de siete metros de altura y descargarlas como latigazos sobre la orilla.
Para el pasado, dinamita
Y alguna vez, hace ya más de una década, la mar se tragó casi todo un pueblo, el único pueblo que se atrevió a recostarse sobre su orilla: Miramar. Pero la gente, sorprendida, desolada, no enarboló rencores y se quedó allí, aceptando las heridas y los nuevos límites.
Miramar, a casi 200 Km. de la ciudad capital de la Provincia de Córdoba, hacia el noreste, no se ha rendido en la búsqueda de un futuro, aunque todavía irrumpan desde el fondo los restos de aquel lugar que fue y dejó de serlo, en los últimos años de la década del ’70, cuando la mar empezó a empujar la orilla y a ahogar dos tercios del pueblo (entonces, un centro turístico de alto nivel que convocaba a través de sus baños termales, su barro terapéutico, el casino –que quedó completamente bajo las aguas- y los hoteles de primera categoría, que sufrieron el ardor frío de los embates).
“A Miramar se la rechaza o se la guarda definitivamente en el corazón”, dice alguien que se enorgullece de su casa con vista al mar. La rechazan aquellos que llegan y no pueden soportar la idea de que allí, a partir de la orilla, está sepultado un pueblo.
La acogen en su corazón los que descubren que la mar es el centro de una magia irrepetible, inimaginable en el medio de un paisaje mediterráneo. Son los que descubren el vuelo rosado de los flamencos sobre el horizonte encendido de la puesta de sol (es el único sitio del país en el que se puede ver al sol ponerse sobre el mar).
Porque la mar no está sola. Conviven con ella las tres especies de flamencos que existen en el mundo, diez tipos de cigüeñas y tantas otras aves, que en su variedad, alcanzan un total de 300, un tercio del número de los que se conocen en el país.
Además, abreva de su humedad una flora original, multiplicada y exuberante. Por eso, todo el radio de la Laguna Mar Chiquita (llamada Mar de Ansenuza por los indios sanavirones que habitaban originalmente el lugar) es reserva natural.
Para el pasado, dinamita
Todavía no hay respuesta cierta para explicar porqué la mar comenzó a expandirse y a duplicar el territorio bajo su dominio. Después de tanto debate (incluso murieron dos investigadores del Conicet cuando un accidente en la lancha los sorprendió en plena investigación), cobró fuerza la teoría de que se trata de ciclos: la laguna avanza y retrocede durante largos períodos. “Pero no puede ser”, dijo un miramarese cuando volvió y escuchó la versión. “La prueba es Luisito”.
Antes de la inundación, había encontrado en su patio el cuerpo de un hombre al que llamó “Luisito” y que tenía una antigüedad de más de 500 años. Si antes hubiese existido otro ciclo de inundación, Luisito habría perdido la entereza con la que se lo halló.
En fin, después de todo Miramar mira hacia el futuro. Cuando el intendente decidió demoler, muchos mostraron resistencia a quitar del horizonte las huellas de la inundación porque, al fin y al cabo, ese era nada menos que el pasado y hace falta mucho coraje para enterrarlo. Pero, ahora, hay ganas de mirar hacia el futuro y de mirarlo limpio, sin sombras en el horizonte.
Miramar, un espacio inesperado en medio de la geografía mediterránea, se echa a andar otra vez para convocar a los visitantes a probar el sabor del agua salada y de una puesta de sol sobre la mar que desafía la lógica de la latitud.
Nutrias, pejerreyes y los embates de la ecología
En Miramar, la certeza no es una moneda de uso común. Sólo se sabe que, a la mañana siguiente, todo puede cambiar; que algo diferente, que modifique las cosas, puede suceder. Los mismísimos arquitectos de la provincia, que en estos días trabajan sobre el reordenamiento urbano de Miramar, no saben bien ante qué tipo de pueblo están, cuál es su personalidad.
Desde ya que la personalidad de Miramar es compleja y no se parece a la de otros pueblos. No hay certeza de lo que sucedió con la laguna, de la razón de su desmesurado crecimiento. Hoy, apenas sí se afirma que la línea de ribera se mantendrá en estos límites por los próximos cincuenta años. Pero después, no se sabe.
Cuando hace más de una década el agua salada cubrió toda la infraestructura turística que parecía asegurar el destino, el pueblo creyó quedarse con las manos vacías.
Sin embargo, también, inesperadamente, apareció un nuevo habitante: el pejerrey. Simplemente llegó y se adaptó al agua que, con la crecida, había disminuido su salinidad. Después se multiplicó y Mar Chiquita se convirtió en el gran escenario de los pescadores cordobeses (ahora, con el temor al cólera, estos pejerreyes son los únicos autorizados comercialmente).
Muchos de los miramarenses que se dedicaban a otros asuntos, se hicieron pescadores. Pero hubo una licitación y la empresa que ganó comenzó a perseguir a los pescadores. Finalmente, se permitió la pesca deportiva; la industrial en la actualidad no está permitida.
Pero si hay algo que, además de la mar, define un rasgo de la personalidad de Miramar, es el coipo (mal llamado "nutria"). El pequeño animal de suave pelaje es desde hace años atesorado en criaderos, y sus pieles, incluso curtidas y hasta elaboradas, se han vendido sobre todo al exterior. Por otra parte, la carne de coipo, muy sabrosa, se consume en mesas santafesinas.
Muchos han vivido del coipo y Miramar ha sido identificada con esa producción. Sin embargo, parece que en materia de pieles, los buenos tiempos han comenzado a palidecer ¿La razón? Las campañas ecológicas en Europa tienen como uno de sus blancos los tapados de piel y esto ha resentido profundamente la comercialización de coipos.
“Muchos van a abandonar los criaderos -dice un productor-, Hoy nos pagan ocho dólares por piel, y alguna vez, llegamos a recibir dieciocho. Casi ganamos más por la carne. Los criaderos han comenzado a dar pérdida. Yo me pregunto: ¿Esto es depredación? Al contrario, creo que, en cautiverio contribuimos a preservar la especie. Es como si se combatiera el consumo de la vaca, pero a nadie se le ocurre protestar contra los zapatos o las camperas de cuero”.
No hay dudas, a Miramar le ocurren cosas muy singulares.
(Fuente: Alejandro Mareco. Revista Nueva, 1992)